Boni

«Boni” el patatero, o el barquillero, más que un personaje relevante en nuestra villa, fue un elemento fundamental en el Parque de Doña Casilda. Tan importante o más que el estanque, que aquellos triciclos de hierro culpables de que muchos tengamos cicatrices en las rodillas, la estatua de Tonetti o el mismísimo Museo de Bellas Artes.

Muchos recordaréis a Boni vendiendo sus inconfundibles y sabrosas patatas fritas a familias enteras de bilbaínos, sin olvidar que también servía barquillos.

Bonifacio López nació el 31 de julio de 1930 en la calle Cantarranas del conocido barrio Bilbao La Vieja. Sus padres provenían de la Vega de Pas en Cantabria.

En un primer momento se instalaron de alquiler en Plentzia. El padre elaboraba barquillos y helados que luego vendía en el pueblo o en romerías cercanas. La madre, en invierno, época de pocas ventas de helados, se dedicaba a las castañas Años después decidieron trasladarse a Bilbao, concretamente, a la calle Uríbarri, así Boni y sus hermanos podían ir al colegio de la Aneja y vivir cerca de sus abuelos, que poseían un obrador en la calle del Cristo donde fabricaban helados artesanales.

Al estallar la guerra el padre de Boni fue llamado a filas y su madre hubo de hacerse cargo del negocio y de los cuatro hijos.

Después de cumplir Boni el servicio militar, tenía claro cuál sería su profesión: ejercería de barquillero como su padre.

Comenzó su andadura en la plaza Elíptica, aunque también visitaba los pueblos más próximos a Bilbao donde se celebraran fiestas. Se casó con una muchacha, Amparo Ruiz, de un bonito pueblo de Cantabria, Bárcena de Pie de Concha

Boni siempre iba acompañado por su bombo, aquel que al levantar la tapa dejaba escapar un aroma que hacía las delicias de los que se acercaban para adquirir algún barquillo. Estos artísticos bombos los realizaba un artesano del pueblo y llevaba pintadas algunas frases que estaban pensadas para dar alegría y positivismo a la vez que eran una artimaña de marketing.

Al grito de “barqui, barqui” se hacía notar por las calles y cuando los clientes llegaban a su lado comenzaba el proceso: en función de lo que se quisiera gastar el comprador, así giraba la ruleta del bombo y la flecha decidía si había premio o no.

No fue el único que se ganó la vida así pero sí el último de su estirpe que se recuerda. Con cariño y con la boca haciendo agua. Siempre pegado a su entorno como la hiedra que cubría las fachadas del Museo o las de aquel chalet, ubicado donde luego estuvo el primer restaurante de la Villa con cocina internacional, Aloha. Hagan memoria quienes le conocieron. Familias enteras fueron clientela fiel: desde niños, que luego llevaron a su hijos y más tarde a sus nietos a degustar sus cucuruchos de papel de estraza repletos de patatas fritas a la inglé. Las grandes tenían un precio; las sabrosas migas del fondo, otro. ¿Se acuerdan…?

Les hablo de Bonifacio López, nacido un día de San Inazio, aquel lejano 31 de julio de 1930, en la bilbaina calle Cantarranas, en lo que hoy se conoce como Bilbao La Vieja. Sus padres, Emilio López y Juana Gómez, ambos pasiegos de la Vega de Pas, le enseñaron el oficio y arte. La madre cambiaba en invierno las castañas por los helados.

Siendo un asunto de familia, junto a su padre y su hermano se abrieron paso como puchis, los famosos barquilleros, tan populares en todos los parques, plazas y jardines con sus cilíndricos y relucientes bombos artesanales rojos que fabricaba Marcelino Ortega en su hojalatería de la calle San Francisco, hombre tan conocido que hasta llegó a recibir una carta cuya dirección decía así: “Para el Sr. Marcelino. Bombero. Bilbao”.

¿De familia, decía? Al término de la mili, Boni, que endulzó su infancia en el obrador que sus abuelos tenían en la calle El Cristo –Viva en Uribarri e iba al colegio cercano de la aneja junto a sus hermanos…–, tomó el relevo de su padre. Vendía en la plaza Moyua y Begoña. Como su progenitor, tomó la costumbre de visitar los pueblos cercanos a a Bilbao durante las fiestas patronales. Empezó a hacerse escuchar al grito de Al barqui, barqui, barqui y así siguió casi toda la vida.

Sonaba la ruleta del barquillero a 10 céntimos la tirada y la raya, a 25 céntimos. “Si salía la flecha, se perdía todo”, recordaban los más mayores. Para endulzar las derrotas de sus clientes, Boni siempre tenía a mano pirulís de caramelo recubiertos de barquillo para los pequeños. “Vivan mis clientes” era el lema que podía leerse en el bombo, todo un detalle de elegancia que también gastaba en el vestir.

Cuentan las crónicas de la calle que al primero a quien se le ocurrió vender los barquillos con el bombo y la ruleta fue al famoso puchi bilbaino Ignacio Martínez, con obrador de barquillos y galletas con miel en Urazurrutia y que en un viaje a París con don Marcelino, de quien ya les hablaba párrafos atrás, vieron los bombos de los barquilleros franceses y los hicieron propios, pintados y decorados por el pintor Valle en su taller de La Laguna, junto a la churrería de Modesto. Ahí comenzó todo, quería decirles, antes de continuar con la semblanza de recuerdo de Boni.

Pero ‘Boni’ no sólo era famoso por sus barquilos y sus patatas fritas en el Botxo (Plaza Moyua y parque de los patos, principalmente…), si no que en Plentzia era imprescindible en verano, primero en la playa y luego junto al Sanatorio al mediodía y ya por las tardes en el puerto a la vera del Txurrua. Siempre acompañado por Amparo, su compañera de viaje.

Recuerda César Estornés, investigador de la villa que “la familia López marchó de Bilbao para establecerse en Plentzia, en una casita que les alquiló Higinio Basterra el escultor para vivir todo el año, les cobraba 40 pesetas de renta al mes, allí el padre hacía barquillos y helados: leche, gelatina, azúcar, yemas de huevos y los distintos sabores de esencias, fresa y grosella”. A su muerte, en 2015, Bilbao se quedó sin uno de sus referentes. (Jon Mujika en Deia)

Un comentario en “Boni

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