Pitarque

Galería de Celebridades Bizkainas

Han pasado 77 años. Es el tiempo que llevamos sin Pitarque. Su hígado se rindió el 12 de abril de 1944. Un mes, casualidad, que también le vio nacer. Ya hablamos de este gorrón elegante y txirene. Pitarque siempre será un misterio. Empezando por su nacimiento. 23 de abril de 1893.

Su padre fue Valerio Pitarque Serrano, oriundo de Calaceite, Teruel. El servicio militar le trajo a Bilbao en 1866. Y le gustó. Porque se quedó. El 2 de agosto de 1880 se casa en los Santos Juanes con Leocadia Concepción López de Arcaute. Una alavesa cuyo apellido cambia tiempo después, añadiendo misterio. No tuvieron suerte. Sus tres primeros hijos, dos chicos y una chica, murieron en los primeros años de vida. Llegaron después cinco varones y una hija. Entre ellos, José Luis. El hombre que ocupa estas líneas. El que siempre resultó incomodo para su familia. En especial para Julio, que acabaría siendo párroco de San Nicolás. Porque su apellido es, aún hoy, sinónimo de bon vivant a costa de bolsillos ajenos.

Y siendo cierto, no es justo. Fue mucho más. Sus tertulias eran tan famosas como sus frases o sus legendarias anécdotas. Ya desde niño, cuando correteaba por el estanco paterno cerca de San Antón, estaba claro que tenía tanta gracia como jeta. Caía bien y, con su verbo y arte, acababa sacando unas perras a la clientela. Pero si por algo se hizo famoso fue por las bodas. Basten dos anécdotas. Su sistema era sencillo. Acudía sin invitación. La novia creía que era cosa del novio y viceversa. Hasta que un día cierto novio le pilló y le llevó ante el dueño del restaurante. Pitarque, con aparente arrepentimiento, pidió hacer una última llamada. Se lo permitieron. Y lo que hizo fue llamar a la comisaría. Se hizo pasar por el dueño y pidió que fueran benévolos con «el tal Pitarque», dejándolo todo en una advertencia sin multa ni cárcel.

Aunque hay otra mejor. Esa en la que, siendo ya conocido por su arte para colarse en bodas, un comensal pretendió humillarle gritando «¡Lo que hagas con ese pollo lo voy a hacer yo contigo!». Pitarque, con su gracia natural y ante el silencio y la expectación general, se levantó, agarró el pollo y le metió un dedo por el culo. El personal rompió a reír y el bravucón no volvió a decir esta boca es mía.

Por estos y otros sucedidos alcanzó fama y, lo que son las cosas, prestigio. Un banquete o evento no era de postín si Pitarque no se colaba en él. Lo mismo sucedía con los señoritos ricos de Bilbao. Si no te sableaba, no eras digno de tal fama. Y así pasó la vida.

Llegados aquí debo confesar algo. El abuelo de un servidor suministró dinero y vicios de barra a Pitarque, tanto por el negocio familiar, como por compartir afición taurina. Jamás compró una entrada. Para eso tenía a conocidos como mi abuelo. O a los Allende y los Govillard. También en el Club Deportivo sabían de su capacidad de vivir del aire. Y seguro que José Antonio Nielfa ha escuchado en su casa anécdotas de este paisano que frecuentaba el bar de su familia situado en el 8 A de San Francisco, de donde sacó su nombre.

Porque su fama va más allá de décadas y barrios. Hasta quienes no le conocieron saben que tenía el aspecto de personaje de cine negro, cara ancha y cuerpo de exboxeador. Unas veces con txapela, otras con sombrero. Siempre elegante. Con trajes heredados, prestados para siempre o jamás pagados. No fue la suya una vida ejemplar. Tampoco lo pretendió. Entendía cada día como el último. Y que le quitaran lo bailao. Solo se le conoció un oficio. Venta ambulante de cuchillas, sufragada por amigos. Su eslogan lo resumía todo. «Hojas de afeitar para caras… duras». (Texto de Jon Uriarte en El Correo)

Un comentario en “Pitarque

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