Rompecascos

A primeros de los sesenta empezaron a televisarse partidos de Liga. Uno de los primeros fue un Athletic-Sevilla, en San Mamés. Era el Athletic de Carmelo, aún no de Iríbar, el de Ignacio Arieta, aún no de Antón Arieta. Era el Sevilla de Achúcarro y Diéguez. Vi aquel partido en casa de un tío mío. Nosotros aún no teníamos televisión.

Al poco de empezar, se oyó un grito fuerte que se impuso a la narración y al sonido ambiente. Un grito individual:

—¡¡¡Athleeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeetic!!!!

Era todo un do de pecho. San Mamés, al unísono, respondió:

—¡¡¡Euuuup!!!

Mi hermano, que me saca siete años y siempre he tenido la impresión de que lo sabía todo, entre otras cosas porque era y sigue siendo así, dijo con tranquilidad:

—Ese es el Rompecascos.

—¿El Rompecascos?

—Sí. Cuando el Athletic meta un gol, se romperá una botella en la cabeza. Ya lo veréis.

Luego aclaró que ya le había visto en alguna final de Copa, e incluso en una exhibición en la Plaza Mayor. Para los aficionados madrileños, el Athletic de esos años era algo muy familiar, por lo frecuentemente que jugaba las finales de Copa en Madrid, arrastrando una riada de aficionados que entonces no se estilaba. La hinchada del Athletic viajaba por miles a la final de Copa, esa competición “cuya final juegan el Athletic de Bilbao y otro, y casi siempre la gana el Athletic”, se decía. Así que en Madrid, Rompecascos ya era conocido. Pero ese día, en la transmisión ante el Sevilla, adquirió nombradía nacional.

Porque, efectivamente, llegó un gol de Arieta y Rompecascos se estrelló una botella de vidrio en la cabeza, cubierta, eso sí, por una chapela. La botella se hizo trizas.

Aquel hombre fue el hincha más popular de España, en años anteriores a los de Manolo El del Bombo. Se llamó (ya no vive) Gabriel Ortiz. Nació en Bilbao, en 1920 y fue pescador. Encarnaba casi hasta la caricatura la imagen que de los vascos teníamos en la época, y que con el tiempo se ha ido endulzando: alto, fuerte, jovial, gran voz, comedor… Y con chapela. Era cuando se decía: “un vasco es una boina; dos vascos, un partido de pelota; tres vascos, un orfeón; cuatro vascos, una partida de mus…”.

Se estrelló una botella de vidrio en la cabeza, cubierta, eso sí, por una chapela. La botella se hizo trizas

Ya en 1933, con 13 años, se fugó a Barcelona en un camión de pescado, sin permiso de a sus padres, a ver una final de Copa del Athletic contra el Madrid. El mismo día y en el mismo campo (25 de junio de 1933, Montjuïc) jugaba el Erandio la final de la Copa de Aficionados contra el Sevilla. Nuestro héroe hizo doblete, porque ganaron el Erandio y el Athletic. El de aquel año era el Athletic de Míster Pentland, que ganó 2-1 la final con una delantera lujosa: Lafuente, Iraragorri, Unamuno, Bata y Gorostiza. Gabriel regresó a Bilbao como polizón consentido en el autobús del Erandio.

Quedó contaminado por el fútbol desde muy joven, pues, y con motivo, porque aquel Athletic era tremendo. Llegó a ganar 0-6 al Madrid en Chamartín y 12-1 al Barça en San Mamés en una misma temporada. Respecto a lo de la botella, fue un descubrimiento accidental. Una riña de marinos en una tasca, un noruego que le pega un botellazo y él que le tumba de un cate. El botellazo no le hizo mella. Así descubrió su superpoder.

Pronto se hizo popular en San Mamés. Por el grito, que todo el estadio respondía, y por el detalle del autobotellazo, que su cráneo soportaba sin daño mientras a su alrededor saltaban trozos del vidrio. Él subrayaba el gesto con un comentario:

—¡P’a los pollos!

Que era una manera de decir que aquello no tenía importancia.

Descolló también en la rara especialidad local de romper nueces con el culo, arte de difícil valoración. Entrando los ochenta empezó a faltar a algunos partidos, por motivos de salud. Me lo describen como el clásico hombretón que abusa de su organismo, y en este caso no me refiero a la dureza del cráneo, sino al estómago, hígado y demás vigilantes de nuestras costumbres. A su mujer y a su hija no les hacía gracia la cosa, sobre todo a partir de cierta edad. Alguna vez fueron, me cuenta Sarita Maratón, a Radio Juventud, a pedir que no le entrevistaran, que no le animaran a seguir en ese ambiente macho y futbolero, un poco brutal.

Sus últimas apariciones fueron cuando la segunda Liga de Clemente, en 1984. El estruendo de aquellos años, con aquel conflicto Clemente-Sarabia que fue debate nacional, puso sordina en su retirada, discreta. San Mamés perdió el grito de Rompecascos y su estampa chirene rompiéndose la botella en la cabeza. (Texto de Alfredo Relaño en «el País»)

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